El pasado 11 de agosto el actor norteamericano de Chicago, Robin Williams, decidió poner fin a sus actuaciones en esta vida. Hasta entonces el genial interprete, había sido capaz de arrancar sonrisas, risas y carcajadas con la misma intensidad con la que podía contagiar al espectador las más profundas y sentidas emociones.
Sin el habitual físico de los galanes se ganó al público a partir de las comedias televisivas con las que se inició en la década de los setenta, tras abandonar sus estudios de política, para en la década siguiente comenzar su fulgurante carrera cinematográfica en la que, de un modo u otro, participó en una setentena de films, en algunos como secundario, pero en muchos como protagonista, incluso sólo prestando su versátil voz a dibujos animados. Precisamente su facilidad para imitar e improvisar le convirtieron en un actor especial, capaz de innovar los proyectos de guionistas y realizadores hasta el punto de reescribirse los guiones adecuándose a sus aportaciones.
Nos permitió soñar llevándonos al país de nunca jamás en Hook, interpretando a un avanzado androide en El hombre bicentenario, al presidente Theodor Roosvelt en la saga de Una noche en el museo, a la señora Doubfire o a Jumanji, en sus peliculas homónimas, al soldado protagonista de Good morning Vietnam, o a tantos otros inolvidables personajes. También nos hizo recapacitar en Despertares, dando vida al neurólogo que tuvo que enfrentarse a sus propios miedos y a su entorno con sus avances investigadores en la encefalitis letárgica; en Jack, siendo el niño protagonista, que sufre una enfermedad similar a la progenia, que le hace envejecer aceleradamente, al doctor Pach Adams en su intento de reivindicar la risoterapia, o al psicólogo capaz de orientar al Indomable Will Hunting, lo que a la postre le sirvió para obtener el oscar al mejor actor secundario, que junto a cinco globos de oro fueron los galardones más importantes de su carrera profesional, aunque sin duda el reconocimiento del público constituyó su mayor éxito.
Lamentablemente, como certifican sus amigos, vivió más para hacer reir y disfrutar a los demás, olvidándose de si mismo y de su propio dolor y entregándose a la fatalidad de los personajes de algunas de sus memorables películas que acabaron suicidándose, como uno de sus alumnos del Club de los poetas muertos, o a su esposa en Más allá de los sueños, donde nos descubre como, más allá de la vida nos espera aquello que seamos capaces de crear.
Si bien actuar no es crear, sino representar, la peculiridad de este actor creaba realmente a sus personajes. Gracias, Robin Williams, por habernos hecho reir, soñar y pensar, sólo con tus interpretaciones, y más allá de espectacularidades, bellezas impactantes y efectos especiales.
Con demasiada frecuencia nos imponen una supuesta realidad, y ocultan esos pequeños detalles que marcan la diferencia.
miércoles, 13 de agosto de 2014
viernes, 8 de agosto de 2014
Sobre hábitos, monjes, comparsas y mamandurrias
Si pretendiéramos establecer
una teoría consensuada de cuando surgieron los primeros monjes, entendidos como
los individuos pertenecientes a alguna de las órdenes monacales religiosas
sujetos a reglas comunes, o desde cuando se denomina hábito a sus vestimentas,
entraríamos en una previsible discusión sin fin que tampoco tendría demasiado
sentido, así que convengamos que la expresión “el hábito no hace al monje” ya
fue empleada por Cervantes a finales del siglo XVI en su obra, con lo que su
solera y trascendencia es evidente, pues aún hoy se utiliza con cierta
asiduidad. El significado del manido dicho viene a querer decir que las
apariencias pueden no tener nada que ver con la realidad, especialmente las apariencias externas y los
valores que debieran representar los cargos con el comportamiento y actitudes
que estos debieran conllevar realmente.
Quinientos años después de
que aquella frase tuviera tal uso como para que un reconocido literato la
empleara en sus textos, no los monjes exclusivamente, sino muchos de los
componentes de la estructura eclesiástica católica han demostrado sobradamente
que sus hábitos, o demás vestimentas, no les convierten en los religiosos que,
por ejemplo, han realizado voto de castidad, pues entre sus filas se daba, o
da, un gran número de casos de pederastia y de abusos sexuales.
La expresión es más apropiada
cuanto más profundo debe ser el compromiso social del individuo con la función
que supuestamente representa, de ahí que en aquellos tiempos de absolutismos,
monarquías, señoríos y aristocracias las mayores igualdades sociales fueran las
espirituales, y de ahí que los monjes y los hábitos fueran sus protagonistas.
Actualmente, con las democracias, la principal función social recae sobre los
cargos públicos que supuestamente representan a los ciudadanos y actúan a favor
del bien común. Estos colectivos, si bien no están obligados a utilizar hábitos
comunes, ni tan siquiera la corbata, por mucho que no usarla indigne al patéticamente
insigne José Bono, tratan de fomentar su prestigio y funcionalidad a través de
los tratamientos con los que aparejan sus cargos. La escala de estas fórmulas
está compuesta de mayor a menor su excelencia, su ilustrísima y su señoría. Así
son “Excelencias” los miembros y ex miembros del gobierno, los embajadores, los
delegados del gobierno, los presidentes de casi todas las comunidades
autónomas, los diputados y senadores, los eurodiputados, los alcaldes de las
grandes ciudades y algunos componentes del Consejo de Estado, Reales Academias
y otras variadas instituciones, entre otros; coincidiendo básicamente con las
más altas cúpulas de las diferentes administraciones, justicia y ejercito y
cuerpos de seguridad. Entre las “ilustrísimas” están los segundos espadas de
las “excelencias”, mientras que la tercera división la ocuparían el siguiente
nivel de cargos de confianza y electos, incluyendo la gran mayoría de alcaldes
y de jueces, además de los notarios de las plazas mas importantes, así como los
registradores, de tal modo que Mariano Rajoy es excelencia como presidente y
diputado y señoría como registrador, pero como ser humano no pasa de ser un
impresentable mediocre.
En este simbolismo de
extender los hábitos al prestigio de los títulos protocolarios es habitual que
entre nuestros representantes políticos abunden los ineptos trepas sin
escrúpulos disfrazados de serviciales servidores públicos que sonríen
cínicamente mientras traicionan la esencia de sus grandilocuentes títulos y
saquean lo público en beneficio propio. Quizás el actual paradigma de esa innegable
realidad de que el hábito conferido por una respetable y rimbombante
denominación no haga a un monje digno de ella lo constituye Jordi Pujol, quien
no es excelencia, por la peculiaridad catalana, sino Molt Honorable, ya que fue
durante 23 años president de la generalitat de Catalunya. Pujol ha demostrado
que en vez de muy honorable es muy despreciable, al admitir que en 35 años no
había encontrado el momento de regularizar la situación fiscal de una herencia
ocultada en Suiza, o muy corruptible, pues es complicado justificar tan
abultada fortuna en su familia. Matas, Fabra,… son otros de los numerosos y despreciables
ejemplos de una casta política más próximos a la podredumbre que a la
excelencia.
Esto sucede así porque cuando
un mediocre adquiere cierta cota de poder se convierte en un prepotente, lo que
a su vez degenera en tiranía y exceso de poder y utilización del mismo en
beneficio propio. Ejemplos hay de sobra en la historia. Stalin, Mussolini,
Hitler, Franco,… fueron mediocres universales que degeneraron hasta límites
insospechados, pero a otro nivel también lo son Felipe González, José María
Aznar o Mariano Rajoy, por citar algunos de los que aún tienen poder ahora. Esa
degeneración de la política es posible porque el sistema se sustenta en un
bipartidismo alterno, en el que sólo ascienden los adeptos al entramado, y que
se ocupa de perpetuar un sistema corrupto, mientras los comparsas y los voceros
mediáticos les hacen el caldo gordo desde sus púlpitos. Uno de los más
significativos estandartes de las cavernas informativas que pretenden restaurar
retrógradas ideologías clasistas y desiguales lo constituye el director del
diario La Razón, Francisco Marhuenda, quien cada vez que abre su hedionda boca
insulta a la inteligencia humana con la misma intensidad que denigra a los
catalanes cada vez que afirma que él nació en esas tierras.
El resultado de la explosiva
mezcla de mediocres políticos corruptos con hábitos, no de vestimentas sino de
costumbres, demasiado comunes, y de todo un entorno informativo y
propagandístico que trata de justificarles y prestigiarles son especímenes como
Esperanza Aguirre. Aguirre, su
excelencia como ex ministra y ex presidenta de la comunidad de Madrid, y su
ilustrísima como condesa consorte, aunque ya de por sí procedente de la alta
burguesía madrileña, es otro mediocre ser humano que lleva viviendo de la
política desde 1982 y desprecia y humilla al ciudadano de a pie con
afirmaciones tales como con su sueldo de casi seis mil euros netos apenas puede
llegar a fin de mes o cuando aseveraba en julio de 2012 que había que acabar
con los subsidios, subvenciones y mamandurrias.
Su Excelentísima señora
Aguirre, usted no es tan ilustrada como su ilustrísimo cargo invita a pensar y
ha errado en su exhibición cultural, y se ha herrado a sí misma con ello, pues una mamandurria es según la RAE el “sueldo
que se disfruta sin merecerlo, sinecura, ganga permanente”. Los subsidios y
subvenciones a los que usted se refiere se basan en derechos adquiridos o
necesarias ayudas sociales, las descomunales mamandurrias son las prebendas de
muchos políticos, sus inútiles salarios y las compensaciones con que agasajan a
empresas y bancos para garantizar sus poltronas en los consejos de administración;
y además de todo, en muchos casos, sus guardaespaldas se pagan con dinero público.
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